Antes de ser coordinador de viajes y convertirme en diseñador de viajes viajaba como turista. Iba a donde todo el mundo iba, colas interminables, itinerarios con muchos puntos a recorrer en un día, literalmente bajamos del autobús, tomábamos la foto, un tiempo limitado, y a lo que sigue. Detesté esta forma de viajar muy limitada, crecí con la idea de nunca volver a viajar de esa manera.

Y cuando llegué a viajar como mochilero, iba de forma frenética, tantos lugares a visitar en un día, como si la vida se fuera a acabar al día siguiente. Siguiendo parte de la misma pauta que tanto detestaba. Y entonces, por azares de la vida, me convertí en coordinador de grupos de viajeros y, más tarde, diseñador de viajes.

Fueron varios viajes en grupo y en solitario los que tocaron mi corazón y mente, haciendo cuestionarme ¿Cuántas veces realmente nos detenemos en un lugar a explorarlo, permearnos con la cultura local, descubrir la magia de su gente sin la presión del tiempo? ¿Qué momentos recordamos de haber estado con la naturaleza, poder decir el bosque, el manglar o la playa olía, el suelo se sentía, los sonidos de las aves eran…?

Realmente conectar y revelar la belleza que tiene cada uno de esos instantes que, hasta después de cierto tiempo, comenzamos a valorar. Me tomó mucho entenderlo. Fue en un viaje de exploración, de esos donde iba solo, tomando fotos de un lugar a otro, sin detenerme que me quedé varado en la comunidad de Chacahua, ya que no alcancé el último transporte para regresar al muelle.